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Era una tarde de otoño y la familia García había decidido organizar una barbacoa en su jardín. La familia estaba compuesta por cuatro miembros: los padres, Juan y Marta, y sus dos hijos, Ana y Luis. Para hacer el evento más divertido, invitaron a dos familias del equipo de baloncesto al que pertenecían Ana y Luis.

Llegaron primero los López, con sus tres hijos, todos vestidos con camisetas del equipo. Poco después llegaron los Fernández, quienes trajeron ensaladas y bebidas para compartir. Todos estaban emocionados por pasar un buen rato juntos, charlando y disfrutando de la comida.

Juan se encargó de preparar la parrilla mientras los niños jugaban al baloncesto en el patio trasero. Sin embargo, cuando llegó el momento de encender el fuego, se dio cuenta de que no tenía cerillas ni encendedor. Buscó desesperadamente en los cajones de la cocina, pero no encontró nada útil.

Marta sugirió pedir ayuda a los vecinos, así que envió a Ana y Luis a tocar las puertas cercanas. Los niños regresaron rápidamente con malas noticias: nadie tenía cerillas. La situación parecía complicada, pero entonces, uno de los invitados, el señor López, recordó que tenía un encendedor en su coche.

Con alivio, Juan aceptó el encendedor y finalmente pudo encender la parrilla. El aroma de la carne asada pronto llenó el aire, y todos comenzaron a relajarse y disfrutar de la tarde. Las risas y conversaciones fluían fácilmente, creando un ambiente cálido y acogedor.

Al final del día, todos coincidieron en que, a pesar del pequeño contratiempo, la barbacoa había sido un éxito rotundo. La falta de cerillas se convirtió en una anécdota divertida que recordarían en futuras reuniones.

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